Su muerte
Aquellos que la recibieron al momento de nacer, si disponían de un astuto sentido del olfato, se percatarían que de Elizabeth emanaba el olor a suicidio. Conforme la vida la iba moldeando también esta se preocupaba por fomentar su aroma. Al principio se limitaba a envolver cada habitación a donde entrara, para luego propagar su fragancia en las salas de estar, museos, aeropuertos y, ya con mayor experiencia, en los lugares al aire libre.
Recuerdo cuando el doctor le recetó su primer antidepresivo. Aquel botecillo lleno de promesas de alivio y felicidad, no haría más que el placebo. Elizabeth no se avergonzaba de su tratamiento, pero no se podría decir lo mismo de nuestro padre. Aquellos ojos no harían más que juzgarla silenciosamente exacerbando el sentimiento de fracaso. Mamá, por otro lado, se limitaría a consolarla con cierta insignificancia, como cuando alguien esparce una fragancia para ocultar la pestilencia.
El último lugar que impregnó Elizabeth fue la pequeña sala de su apartamento. Su cuerpo, tendido sobre la alfombra, no me sorprendió en absoluto. No necesité tocarla para darme cuenta de que habían pasado al menos doce horas desde que había muerto. Presentaba una lividez fija en la piel. La contemplé por varios minutos. Olfateé los putrefactos olores provenientes de ella sin que me despertara náuseas. Observé sus ojos, las pupilas estaban fijas y dilatadas, esas mismas que se habían dilatado al reconocer los interminables cielos de las playas de Florida, los pétalos de las rosas que arrancaba con miedo del jardín y las arrugas de mi madre que, con los años, se asentaron en ella como sus culpas. Aquellos párpados esperando a ser cerrados, sirvieron incontables veces de persiana, como cuando era niña, mientras evadía la realidad recordando a los personajes fantasiosos o protegiéndose de los espectros deformes que le describían los libros. Esos ojos, ahora fijaban una mirada nublada e inerte.
Busqué si había alguna carta de suicidio dónde explicara el motivo. El sentido común me impulsó a buscar en todas las gavetas, entre sus papeles importantes, en el baño y en su habitación, pero no encontré ningún mensaje.
Regresé a su cuerpo y me di cuenta de que me encontraba respirando con rapidez, instintivamente, utilizando mi boca para compensar las necesidades de oxigenación. Sin autorización previa, lágrimas corrieron de mis ojos y ya vencido en soledad, dejé que la melancolía me invadiera con el recuerdo de una niña balanceándose en el columpio oxidado de la vecina, riendo cada vez que la empujaba a escondidas de nuestro padre. Me avergoncé. Limpié las saladas lágrimas que se me escurrían por el rostro; desde niño no lloraba.
«Le practicarán una autopsia» pensé. Profanarán su cuerpo al realizar una incisión en ye en el pecho e introducir las manos, buscarán meticulosamente entre los órganos a un culpable, tomarán pequeñas muestras y las inspeccionarán debajo de la luz de un microscopio o las someterán a pruebas de toxicología en el laboratorio. Me llenaba de impotencia el no poder evitarlo.
Volteé a ver a Elizabeth. Su atuendo combinaba con la alfombra beige. Antes de que se convirtiera en no más que un objeto carente de vida, intenté honrarla. Me coloqué en cuclillas, tomé el rígido cuerpo por los hombros y lo acomodé entre mis muslos. Al acariciar su cabello las puntas de mis dedos rozaron el helado rostro. Su boca moteada se encontraba entreabierta y frenó mi intento por darle un beso en la frente. Intenté cerrarle la boca usando la bufanda de cuadros que ella llevaba puesta. No deseaba que la vieran así, pero fue inútil, la mandíbula estaba fija. Cerré los ojos y terminé dándole el beso en la frente mientras le susurraba que no se preocupara más, que había alcanzado el más grande de los alivios.
Llamé primero a la policía y luego a mis padres. El acto se llenó de ruido y murmullos. Las constantes preguntas de los oficiales fueron la antesala del protocolo de un largo velorio y un aburrido entierro.